PERSONAJES DE LA HISTORIA POPULAR DE ROSARIO: PATAQUENO, CACHILO Y ARAGÓN



(ilustración de Gregorio Zeballos)


Aunque uno de ellos está vivo, los tres pertenecen a ese país de la mitología urbana con el que los rosarinos (algo más para agregar a nuestro prontuario de distracciones) somos tan indiferentes. Es cierto, si bien algunos poetas le han ofrecido la palabra, músicos han escrito canciones sobre ellos y pintores y dibujantes los han retratado, no es mentira decir que cuando el tiempo vaya borrando a los que los conocieron, esos protagonistas populares de la vida de la ciudad se irán perdiendo en el olvido.

“El poeta Aragón”, “Pataqueno”, “Cachilo”, llegan hoy y a esta página con los dibujos de Gregorio Zeballos, en una pintura –bien conocida- de Fornells, en dos fotos que el cariño ha conservado.

Había como una frontera para “Pataqueno”, y esa frontera era la calle Mitre, no pasaba de esa calle: parecía tener como miedo al centro, al viejo Mercado Central con sus propias leyes y su propia gente. Tal vez, sintiera algo de miedo a la víbora aquella con la que hacía propaganda un vendedor ambulante o acaso no le gustaban los pájaros enjaulados, esos que se veían sobre la cortada.


La plaza Sarmiento era muy otra en aquel entonces. Se veía, como ya casi no se ve por ningún lado, gente que llegaba del campo. Y allí, cerca de los colectivos, lustrosos de tierra, estaban esperando los mateos. Los viejos mateos, esos que cuando ya estaban a punto de desaparecer, hacían las delicias de los pibes.

Los mateos, como los tranvías, fueron parte de una ciudad que ya no existe, de esa que varias veces cambió su voz aunque en ocasiones no nos demos cuenta demasiado de ello.

Los mateos, ¿dónde andarán algunos de sus cocheros? Tal vez, como el mismo “Pataqueno”, sean fantasmas que deambulan por los lugares queridos del ayer, esos lugares donde ellos sintieron el gusto de la vida, de la hermosa vida pese a todo.

Sí, sin duda que recordar ciertas cosas del pasado es convocar a fantasmas, a esas sombras que aún andan por las calles de la ciudad diferente, mirando con asombro que las cosas ya no son como solían ser.

“Pataqueno”… Mariano se llamaba; su apellido se ha perdido, y si alguien lo sabe, no tiene demasiada importancia. Mariano, o “Pataqueno”, había instalado su reino de inocente astucia en esas calles de algo que, no…
(...)
Ignoramos qué hacía el viejo Mariano allá por la iglesia de los agustinos, porque dormir solía dormir en la fosa de una estación de Roca y San Luis y por las tardes se sentaba en los bancos de la plaza o se recostaba sobre el tronco de un árbol.


Tal vez, en la iglesia de Luján mantendría su diálogo íntimo con Dios. Y Dios, que es toda bondad, le pondría la mano sobre el hombro para darle los ánimos necesarios para el nuevo día.

 
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Aragón, “El poeta Aragón”, murió en diciembre de 1974. El 21 de diciembre. Su muerte, la muerte de uno de esos “marginales” que hacen a la cultura popular urbana, nuestro diario adhirió al duelo y envió una ofrenda floral. Y el cronista escribió por ese entonces: “Se llamaba Alfonso Alonso Aragón y nació en España, en un pueblo de labradores de la Castilla la Vieja. Su padre conoció nada más –y fue mucho- que el contacto con la tierra y esa especial serenidad que tienen los ojos del campesino, fatigados de mirar el cielo y el horizonte. Su hijo, que abandonó muy joven aquellas tierras, vino a parar aquí a nuestra ciudad, para conocer –como nadie- el secreto de algunas calles, el insólito oficio de ser rey durante ocho o nueve días al año.

“Alfonso Alonso Aragón, el poeta Aragón, forma parte ya de la mitología de Rosario. Su muerte, a los 83 años, no significa de ninguna manera su olvido. Porque este hombrecito tan pequeño y simpático pertenece a ese tipo de leyenda que se trasmite oralmente, de generación en generación, y que la memoria popular no olvida…”.

Han pasado unos cuantos años y hoy volvemos a hablar de aquel hombrecito. Ese “poeta” que escribía largos poemas rubricados por una firma enorme, llena de pequeños y grandes adornos. No había métrica ni rima, y si había algo de eso era por pura casualidad. En el poeta Aragón las palabras fluían sin pausa alguna, desordenadamente. Es que él fue también (es alguien) que sin saber escribir un poema (de acuerdo a los cánones siempre tan grises de la cordura) había logrado hacer de su vida la figura perfecta para un poema.

Alfonso Alonso Aragón, nacido en Castilla la Vieja, conocía sus momentos de gloria: la voluntad popular, durante muchos años, lo declaraba Rey del Carnaval, y el poeta era feliz, sus ojos brillaban como nunca y en ese paréntesis de efímera alegría el mundo entero era diferente para él.

Luego, despacio, como corresponde, volvía a su cuarto en un pasaje cercano a Rosario Norte, ese barrio famoso, el de Pichincha, que caminó Borges, porque allí hubo guapos de verdad y es muy posible que allí mismo haya nacido el tango.

Y en ese cuarto murió mientras un perro entonaba en su aullido la tristeza de su muerte. Lo velaron en Gaboto al 900, y allí pasaron para saludarlo, el profesor Ruggeri, que era el intendente por ese entonces y los concejales. Ellos le dieron un adiós que fue como un apretón de mano de la ciudad que lo quería.


***

“Cachilo” vive. Lo hemos visto hace poco. Lo vemos muy seguido. “Cachilo”, el que deja en las paredes sus mensajes, el que duerme bajo el sol, la lluvia, el viento. Ese, a quién la barba le sigue creciendo como en un cuento de hadas.

“Cachilo”. Por calle Córdoba, entre Ovidio Lagos y Alvear, deambulaba con sus carbones con el temor de que alguna vez se terminen las paredes de Rosario y entonces ya no pueda escribirse más nada. Y entonces ¿para qué estar?

“Cachilo”, que demuestra, quizá, que un hombre solitario es muy libre y entonces sentarse en el suelo, apoyado sobre la pared, sobre una columna, sobre una vidriera, es tan cómodo como sentarse en la silla más anatómica del mundo, la de mejor diseño. Del sentarse en cualquier lado como parte de un aprendizaje interior.

Pero a veces también “Cachilo” nos ilumina ese sitio de la tristeza. Lo vimos hace algunos días, un día frío, de esos que nos está dando un invierno que no nos perdona nada, parado frente a la vidriara de una rotisería mirando una hilera de pescados asados y unos pollos.

Los miraba como se puede mirar lo más inalcanzable del mundo. Y si bien “Cachilo” tiene ahora más socios de los que cree en ese mirar lo que no puede alcanzarse, “Cachilo” viene de lejos en esta aventura del sobrevivir cotidiano y da muchas ganas de acercarse y preguntarle: Oiga, “Cachilo”, perdóneme, ¿cómo se hace?

Y “Cachilo” tendría, quizá, una respuesta, algún indicio, vaya a saber. Después lo vimos alejarse, llegó hasta un techo que sale hacia la calle (pero no podemos decir una recova) y allí se fue recostando, guardándose el hambre y la sed en algún lugar de su duro y posiblemente gastado corazón.



Alberto C. Vila Ortiz
La Capital, suplemento Arte/Ciencia/Letras,30/7/89


(El fragmento sobre Cachilo aparece  también reproducido en “Didáctica de la lengua para cuarto y quinto grado”, Fernando Carlos Avendaño, Homo Sapiens, 1992, p. 97-98)