CACHILO


(dibujo de Gregorio Zeballos)
En un país donde los escritores y poetas acostumbran morirse afuera, él decide morirse adentro, en las calles. Pero también elije las paredes al aburrido papel, para escribir sus cortos y coloridos poemas.

Cachilo tiene una edad indefinida. ¿Cómo saber su edad? No tiene documentos, no tiene obra social, y es casi seguro que no está empadronado.
Supongo que ningún hombre merece ser salvado, menos un poeta, a lo sumo, podemos pedir para él que no sea encerrado en esos lugares aísla seres que tiene la sociedad. Alguna vez tuvo una mujer, quizá un hijo o dos. Pensó que tenía que pagar la luz, se hizo problemas porque el dinero no le alcanzó. Ahora se encuentra a años luz de todo ese “bolomqui”. (sic)
Se dedica al oficio de escribir: viejo oficio que practican los hombres. Le cuelgan tarritos y una botella, su barba blanca y sucia le tapa toda la cara. Su indumentaria es negra, viste de negro; los poetas y las viudas visten de negro. Arrastra su estatura de monstruo hermoso, mientas en sus bolsillos respiran intranquilas las puntas de sus lápices de colores, dispuestas a rayar estas cosas:

LOS HOMBRES
HACEMOS TORRES
Y LAS MUJERES
HACEN HIJOS
POBRES

JUGAR
CON POETA
TRAE YETA


DOBLE FILO
YO SOY MAESTRO
POETA
HIJO DE MONJA BLANCA
“ALBERTO CACHILO”


(Cachilo jamás firma sus poemas, no duerme en el interior de obras en construcción, ni en galerías. Evita entrar en contacto con el resto del mundo, a no ser que quiera romper el silencio para pedir un cigarrillo.)

Sergio Acosta se convirtió en biógrafo del poeta y recogió sus poemas para publicarlos en un pequeño librito. El libro está casi listo, seguramente se llamará “Cachilo” y en la tapa habrá una foto del poeta.
La gente va y viene por la peatonal San Martín, contra una pared, al lado del cine Gran Rex, está sentado el poeta. Sergio se acerca, ha estado todo el día juntando sus escritos y le parece mentira que provengan del hombre que se encuentra frente suyo.
Le ofrece un cigarrillo –y le pregunta. ¿Qué tal Cachilo?
El poeta acepta la invitación y comienza a hablar como si escupiera cada palabra.
“Bien pibe estoy acá. Vienen los chicos ¿Sabés? Vienen los universitarios de la ciudad de Buenos Aires a ver a Cachilo. Y me traen una ginebra, un atado de cigarrillo y hablan con Cachilo, y yo les digo que a mí me mandaron para una misión acá, para unir a los chicos de 20 años. Vos viste que los hombres le pegan a las mujeres. Yo antes le pegaba a mi mujer, pero después no le pegué más, porque no la quise más. Yo voy a San Martín y Cochabamba ¿Viste que hay una carnicería? José me quiere hacer trabajar, pero yo no quiero, pero él a Cachilo lo quiere igual y le tira unas cositas pera que pique”.
Sergio continúa con la encomiable tarea de recolectar los poemas del poeta de la indigencia. Encara para la esquina de Santiago y Córdoba, en ese lugar había una parrilla; el inmenso salón yace desocupado, su único habitante es un sereno que pasa las horas cuidando. Los vidrios del lugar donde la gente comió y bebió, agonizan marcados por los filosos crayones de Alberto Cachilo. Sergio le pregunta al tipo, que se asoma desconfiado, si conoce al que escribe los vidrios. El tipo se anima y sale por una de las puertas para hablar con Sergio. “Vivía por acá afuera, una vez se puso a mear ahí enfrente, meó en un tachito, era plena luz del día, la sacudió, fue hasta la bocacalle y tiró todo ahí. Cargó todos los “monitos” y se fue. Otra vez yo estaba trabajando y vi una sombra que era Cachilo escribiéndome el vidrio, sabé el laburo que cuesta hacer todo eso, encima es vivo, porque lo hace con esa pinturita que no sale así nomás. Yo salí y le dije, que hacé, no me escribá los vidrios, no ves que después los tengo que pintar yo”.
-¿Y él que le contestó?”.
-¿Sabé que me dijo? –Me dijo- ¿Y dónde querés que escriba yo?.
-En un lápiz y un papel –le dije.
-Ah, me dijo”.
Y Cachilo se alejó caminando despacio.


· Aclaración: En Córdoba y Santiago volvieron a abrir una Parrilla.


Luis Caseres

El Vecino nº 45, 11/1990, p. 11.

CACHILO




Nadie sabe con certeza su verdadero nombre. Pero su figura está incorporada a la escenografía del centro de la ciudad desde hace cinco años. Su edad es mucho más imprecisa. Viste de negro y lleva una tupida barba blanca. En cualquier pared del centro, pueden leerse sus escritos. Los firma con el nombre de “Cachilo” o “Alberto Cachilo”.
Le cuelgan unos tarritos, atados con un hilo a la altura de la cintura, y una botella de plástico, cuyo contenido se desconoce. Arrastra su estatura de monstruo hermoso, mientras en sus bolsillos afloran las puntas de sus lápices de colores dispuestos a rayar en las paredes estas cosas: “Doble filo/ yo soy maestro/ poeta/ hijo de monja blanca/ Los hombres hacemos torres/ y las mujeres hacen hijos pobres/ Jugar con poeta/ trae yeta…”.
Utiliza las casas abandonadas como refugio nocturno, pero tampoco descarta los comercios cerrados por la crisis y la hiperinflación. Hombre ermitaño, sólo algunas personas tienen acceso fácil a un diálogo con Cachilo. Es indiferente a la gente que pasa a su lado, mientras descansa en su banco de la peatonal o cuando está agazapado en el interior de alguna galería.
Sobre él se han tejido una serie de leyendas. Que ha sido un hombre rico que vivía en Buenos Aires, que abandonó a su familia para hacer vida de vagabundo solitario. Porque no se mezcla con el resto de la cofradía de crotos que deambulan sin rumbo fijo por el centro. “El no es un vagabundo, es un poeta”, aclaran aquellos escritores y dibujantes conocidos que apuestan a protegerlo de los prejuicios de los habitantes que pegan sus gritos en el cielo por la proliferación de pirujas a cualquier hora del día.
Cuando los desconocidos lo abordan en algún lugar de la ciudad, Cachilo lanza un largo monólogo: “Yo estoy bien, pibe, estoy acá… Vienen los chicos universitarios de Buenos Aires a ver a Cachilo. Y me traen una ginebra, un atado de cigarrillos y hablan con Cachilo y yo les digo que a mí me mandaron para una misión acá, para unir a los chicos de 20 años. Vos viste que los hombres se les pegan a las mujeres. Yo antes le pegaba a mi mujer, pero después deje de hacerlo porque no la quise más. ¿Viste que en Cochabamba y San Martín ha una carnicería? Bueno, José me quiere hacer trabajar, pero yo no quiero. Pero él a Cachilo lo quiere igual y le tira unas cositas para que pique…”
En la esquina de Santiago y Córdoba, alguna vez hubo una parrilla. Desde el interior emerge la figura de un sereno, único habitante en medio de un paisaje de abandono. Los ventanales del que fuera restaurante aún dejan leer los poetas de Cachilo, escritos en color celeste y rojo.
“Una vez vi la sombra de Cachilo que estaba escribiendo en los vidrios, es vivo, porque escribe con pinturitas que no salen así nomás, entonces le dije que no hiciera eso porque después tenía que limpiar yo”, narra el sereno.
- ¿Y él que le contestó? –preguntaron los visitantes.
- Me dijo; “¿Y dónde querés que escriba?” En un papel, le contesté, pero él sólo respondió “ah…” y se fue caminando…

Horacio Vargas y Luis Cáseres

Rosario/12, 12/10/1990, p.4
(ilustración del Tomi)

(ilustración de Javier Armentano)


Rosario/12, 29-9-90