Los muertos están solos y no tienen nada CACHILO SIN REFUGIO



Higinio Maltaneres dejó de escribir graffittis y de ocupar la vereda de San Martín al 2000, o la esquina de Santiago y Córdoba. Dejó su vagabundeo oscuro y sus mensajes iluminados y entró quizás en la leyenda.


Cachilo, envuelto en fábulas, ya no escribirá en las paredes.



¿Quién no leyó alguna vez alguno de sus graffittis? “El hombre barbudo no tiene hogar ni familia que engañar”. “Petisos argentinos de 25 años, ¿juráis por Dios defender y honrar la cruz hasta morir?” “Marido, si no podés cuidar o defender a tu señora, mejor dejala.” ¿Quién no lo vio alguna vez dormitando en la vereda? Cachilo andaba por toda la ciudad pero tenía sus parajes, según las épocas: San Martín al 2000, Santiago y Córdoba, Sarmiento al fondo… Allí se instalaba con su sobretodo raído, su mochila y sus mínimos bártulos. Cuando no escribía, reflexionaba sobre el mundo o interpelaba a un transeúnte.

Empezó a escribir graffittis cuando nadie los escribía. Ilustraba las puertas de un negocio, subrayaba un slogan publicitario o aprovechaba la corteza de un árbol. Las paredes de la ciudad conservan numerosos rastros de su humor absurdo, locamente arbitrario. Máximas donde lo trivial y lo inesperado se cruzan en luminosas combinaciones. En otra época pudo ser un profeta o un augur, pero en este mundo desencantado le tocó el papel de un linyera pintoresco.

Como tal, ocupaba –ocupa- un lugar de privilegio entre las pequeñas leyendas rosarinas. Pariente cercano del poeta Aragón y de Rita La Salvaje, integraba la cofradía a la que también responden, en otra escala, Jorgito, el almacenero, o Paloma, la ninfa errante. Sus pintadas sedujeron a más de un pensador ilustrado pero, por fortuna, nunca se plegó al clan de los poetas formales. Prefería la autonomía del umbral, la cruda belleza de la calle.

Cachilo se llamaba Higinio Maltaneres. De las múltiples fábulas tejidas alrededor de su pasado, la más probable lo ubica quince o veinte años atrás trabajando en el correo. Luego habría puesto un pequeño negocio, con el que no le fue mal. El amor de una mujer y el subsiguiente desengaño habrían precipitado su fuga. Esta versión no excluye otras. También pudo ser un aventajado estudiante de medicina, víctima de un súbito surmenage, o el hijo de una acaudalada familia que eligió el desamparo a la cárcel confortable.

Es mejor conservar algo de esta incertidumbre, más allá de su muerte. La imaginación popular inventa historias para sus personajes dilectos. Es un intento de preservarlos contra la vaguedad del mito. Pero como las historias se multiplican, el mito finalmente se reinstala, un poco más cercano, con la tibieza de un cuerpo envuelto en diarios o el olor a vino de un hombre a la intemperie.

Cachilo también escribió: “Los vivos tienen patria ganada. Lo muertos está solos y no tiene nada”.



D.B.
Rosario/12, Cultura, 6/10/91, p.7






CACHILO






“Jugar con poeta trae yeta.” La definición puede encontrarse desperdigada en alguno de los muros del centro de la ciudad y lleva la firma, como tantos otros graffiti, de Cachilo, un vagabundo poeta de barba tupida, que hacía años practicaba este arte callejero.

Ayer a la mañana dio el último suspiro en un recoveco de la Caja de Previsión Social, en Sarmiento al 400. Fiel a su estilo, murió en la calle. Lo recogió una ambulancia municipal, que trasladó el cuerpo hasta el Instituto Médico Legal, al que ingresó como NN. Según uno de sus amigos, su nombre era Iginio Maltaneres, su edad oscilaba entre los 60 y 65 años. Quince años atrás el empleado Maltaneres abandonó su oficina y decidió, como sugería Felipe Aldana, “volverse loco de belleza” y transitar el arduo camino de la poesía. Alguna vez reconoció venir de Buenos Aires y se tejieron decenas de historias alrededor de él, que alimentaron la idea de un hombre sin pasado.

Dibujaba con crayones que le regalaban artistas plásticos y vecinos, como el Goyo Zeballos, también con carbonillas y pinturitas de color. “Aquí está la bandera idolatrada regalada”, decía otra leyenda, cerca del Monumento a la Bandera, que centenares de rosarinos habrán leído más de una vez. Cachilo se fue ayer de la ciudad y, paradójicamente, entró a ella. Los rosarinos sabemos que no es sencillo escapar de estas veredas. Como escribió en la calle San Martín, “la muerte es loca y traicionera”.


Rosario/12, 5/10/91, recuadro tapa.

UNA PARED EN BLANCO PARA CACHILO





Minuto de silencio, lánguido solo de trompeta que desnuda la ciudad, mirada sin ojos que le saca el maquillaje a esta vida de consumo que nos consume.

La esencia de su poder no dejará estas calles y su nombre (el verdadero) será bandera de los heraldos negros. El habitante de los zaguanes jamás asustó a nadie. Con versos rimados escritos con ceritas el poeta andrajoso siempre nos reconcilió con la realidad, nos devolvió la capacidad de sorprendernos. Cachilo estará dibujando banderas argentinas en el cielo, en solitario testimonio de rebeldía, una constante latinoamericana que regala héroes anónimos y pobres del bolsillo. La primavera lo durmió sin sueños y le dejó grabar un último mensaje: “CADÁVER/RESTOS/PERDÓN POR SI MOLESTO”.

Poco importarían las palabras del homenaje, pero podemos intentar una respuesta: “Gaucho de ciudad: muchos crecimos junto al río, vimos partir barcos sin destino, en este recuerdo mío encontraré el camino”.




La Capital, 5/10/91, recuadro tapa