LAS CIUDADES INVISIBLES

“SON DE ACÁ”



Escribió el poeta andrajoso, el que olía a lloviznas de junio y a calores del pasado, un día dieciséis, del mismo mes que había utilizado ese irlandés para escribir ese libro. Escribió con ceritas en una pared de Pichincha, lo hizo con verde que te quiero verde. Escribió ese que nunca, ni soñarlo, figuraría en un cartel del parque al estilo “Son de acá”. Dijo así: “Rosario ciudad de Roma, La Plata ciudad de París”.

Después se sentó en el suelo y destapó la botella de plástico, y también se metió un vino en la panza. No pensó, ni en pedo, pasar alguna que otra vez a la posteridad de esa ciudad de Roma, llena de descendientes de inmigrantes italianos.

Quizás podría haber pensado, cuando dormía en Thompson y Williams, si le pasaba lo que a mí, que Rosario era ciudad de la Edad Media: un policía me acomodaba un gomazo en la espalda por el hecho de pararme, junto a un amigo holandés, recién llegado de Amsterdam, frente a una casa, y decirle, mirá, acá nació el Che, Otro que tampoco “Son de acá”.

En una de esas, de esas tardes, imaginó como el que suscribe lo que podía imaginar esa chica de diecisiete, en un segundo piso, frente a un espejo, con una sonrisa de gata en celo y globitos de historietas del Tomi o de Mauss: “Con esta calza le voy a romper la cabeza a más de cuatro tipos (la calza era blanca). Me queda tan ajustada que si hasta parece que tuviese un poco de pito (la calza era un desvío de caminos o la mejor de las entradas al infierno)”. Si hasta lo escucho diciendo: “Una típica muchacha argentina, rosarina de este lado del río”.

Se rascó la panza o el vino y fue a comer a lo de los gallegos de Pellegrini y Maipú. Unas buenas sobras duraron dos minutos y las moscas empezaron a realizar una asamblea sobre su cabeza, sudor y gota gorda, se arrimó a la pared y escribió con cerita negra: “Rosario ciudad de Birmania” (ver Chindits).

Se acomodó otro vino en la panza. Pasó frente a un colegio y le gritaron alguna cosa, creo que borracho. Tomó otro trago pero esta vez lo acomodó en el cerebro, escribió con ceritas rojo bronca: “Cura confesional, grita cosa a borracho angelical; cura prostibulario, no grita, conoce el paño”. Se echó una siesta.

Soñó con la ciudad, escribió en el cielo con la cerita verde oliva: “Rosario ciudad de los mataderos de Roma” (ver historia de la picana, editorial ¿Sos callejero? Bancatelá).

Llegó hasta un barrio después de pegar un 59, le tocó la cabeza a una nena que le pedía algo de alguna cosa, la miró serio pero haciendo una sonrisa para adentro y pensó con las mismas palabras que canta Goyeneche, todas las monedas fueron penas. Se encontró con la casa del alguien familiar y pensó en su abuelo español, que había venido escapando de la guerra que acababan de ganar los fascistas, cuando tenía quince, casi la misma edad que la chica del segundo piso… lo vio bajar del tren y llegar a la calle del poeta Carriego, al 400, morderle la oreja y él dejarse morder, una lágrima le hizo trampas, siguió caminando y pensó en todas las mujeres que se le habían abierto de piernas y en esa que se había abierto y que además le había dado los hijos. Volvió a pensar, quisiera que mis hijos crezcan en un barrio, o en lo que quede de ellos.

Volvió para el centro en una B que se caía a pedazos y se bajó en la facultad de Humanidades. Escribió en una pared que da a la intendencia: “Yo conozco a uno, acá adentro, que no es centro, pero escribe con ceritas, se llama Aldo”.

Se sentó en el umbral y recordó a una estudiante que se tomó el buque, pero por avión de Aerolíneas. Recordó que con ella fumó, alguna vez, alguna cosa. Esa tarde no pudo despejarse de esos ojos negros por lo negro y rojos por los derrames de todos esos ríos que eran el mejor de todos los deltas. Escribió: “Ojos negros, mancha roja, bandera”. Se fue cantando un Goyeneche de antes, gira más el torbellino con los ojos de un camino que regresa del pasado, pobre, pobre y vano sueño loco, ya lo ves de darte tanto me he quedado con tan poco. Al rato balbuceó en una plaza su rocío y sus calores del pasado, tengo miedo de mirarte y en el fondo de tus ojos ver la esquina del amor.

Pasaron los meses y lo perdí de vista, pensé que había jugado su corazón y lo había perdido, hasta que volví a encontrarme con él o con un Cachilo auténtico en la pared de la facultad de Derecho-Agronomía: “Rosario ciudad de Transilvania”. No pude dejar de pensar en todas esa historias que me habían contado acerca de todos esos murciélagos ¿y vampiros? que tenían como morada a esa romántica torre que mira a la plaza.

Un día, allá por el 91 ó 92, supe que murió. ¿De frío? ¿De tristeza? ¿De hambre?

Mejor pongamos en esta historia que un día, allá por el 91 ó 92, se dejó morir.

No imaginó, ni muerto, que a la mañana siguiente sería tapa de los dos diarios de la ciudad.

Me recordó a la otra ciudad, no a la del río que la baña junto a su inmaculada bandera y que con el manto virgen se erigió como cuna, etcétera etcétera, de discurso de maestro de segundo grado. No a esa con ese puerto pujante que fue granero del mundo y supo alimentar a futuros descendientes de inmigrantes italianos. No, me recordó a otra, a la de Nicanor Pérez hablando desde un diario, a la de todas las monedas fueron penas, cantada por Goyeneche. A la de los pobres corazones, cantada por Fito.



Walter Motto,
en "Mujeres" (plaqueta), Secretaría de Cultura de la Municipalidad de Rosario, 1995.