MARGINALIA


Cada vez más la locura de la vida moderna lleva, insensiblemente, a los ciudadanos a alienaciones sucesivas y evolucionadas. A la búsqueda del salario –proceso natural de la cultura urbana- le sigue el stress provoado por la dificultad de conseguirlo. Toda una serie de valores se cimentan en esta dupla posibilidad-imposibilidad. Pero hay algunos que se sustraen de esta gama de valores; seres extrapolados, adyacentes, que son mirados a veces con desprecio y a veces con simpatía. No son pobres “de los que habrá siempre” (Carlitos dixit). Son personas que, mediante mecanismos mentales diversos, entre ellos la locura, dejan de lado las sagradas normas de la convivencia civilizada, tan ponderada por las maestritas de guardapolvo celeste.
Desde los viejos bufones de palacio, los vagos, malentretenidos, errabundos, hay una variabilidad de marginales y marginados en función no de su existencia monetaria, sino de sus comportamientos. Su imagen prototipo, estilizada, es el payador, personaje extraño, atemporal y también segregado.
Estas personas devienen rápidamente en “personajes”, señalados con el dedo ya que irrumpen en la sociedad humana transgrediendo sus normas de hierro. Mugrientos en una ciudad que consagra la limpieza a nivel de moralidad, errabundos cuando se sacraliza la vivienda y la estabilidad, desesperadamente pobres cuando la sociedad se arma desde el dinero. No son exactamente mendigos, si bien solicitan monedas, ya que tienen una filosofía totalmente extraña a los sistemas de pensamiento de las clases medias.
Hoy, dos son los “extrañados” emblemáticos de Rosario.
La cultura oficial y cierto periodismo folk los ha elevado al rango de ejemplos de bohemia.

El poeta Aragón.


Alfonso Alonso Aragón era uno de esos “personajes” que, a la distancia, se perciben como borrosos. Nacido el 23 de enero de 1891 y muerto en la década del 1980, Aragón solía deambular por los bares de la estación Sunchales, barrio que se insiste hoy por hoy en llamar Pichincha. Allí aprovecha para solicitar un vaso de vino o de cerveza, algún café, pero sobre todo dejaba, a guisa de propina, una servilleta con un poema dedicado. Esta poesía de mostrador fue rescatada por una revista extinta, La Cebra a Lunares, que logró, allá por 1974, entrevistar al poeta de las barras. De joven, trabajaba en la fábrica de turrones Gandia, en el mismo barrio, que necesitaba mano de obra emergente para las fiestas de fin de año. Los propietarios de un bar de las cercanías y del mismo apellido el poeta tal vez fuesen sus parientes.
Durante varios años, fue un invitado obligado de los corsos del intendente Carballo o en el “corsito” de calle Callao. Una broma de adolescentes lo había puesto como rey del Carnaval, como rey Momo: ya nunca abandonaría esa jerarquía. Subido a las carrozas (imagino que se disputarían su real atención) disparaba sonetos, locuras y agua. Un ex intendente le regaló un par de zapatos blancos; los usó por años, aunque eran tres números más grandes (Aragón medía 1,60).
Ni sus poesías ni su comportamiento eran regulares, algunos atribuyen a la sífilis sus versos que eran disparates de dementes; pero una bien cimentada fama de excéntrico y habitué prostibulario lo ha dejado incólume para la memoria popular. Murió solo y pobre, un cajón de pino cedido por la Municipalidad y un entierro de apuro fue su epílogo. Nadie fue a su entierro, como corresponde.

Cachilo: el poeta de los muros.


Más evidente ha sido la entronización de Cachilo. Linyerón de raído sobretodo, cinturón de piolín, un jarro al cinto y gorrita “Levi’s” de cuero, se ha convertido, poco a poco, en mítico personaje. También fue entrevistado, diez años después que Aragón, por la heredera de La Cebra, la revista Risario. Ambos cronistas toman medio en serio, medio en broma, los consejos “sabios” de los marginales. El tono era el mismo: cierta jocosa incomprensión ante el fenómeno de la locura. Esta se manifestaba en la forma en que escribía, sobre las paredes de las casas, generalmente paredones ciegos de baldíos, o edificios públicos (era loco pero no tonto: así nadie se quejaba de sus efímeros productos) y era puntualmente corrido por todos.
Recuerdo haberlo visto, cruzando yo mismo de vereda para no olerlo: la gran mayoría hacía lo mismo, e incluso fue a parar por vagancia a una celda en el Proceso, denunciado… por una monja.
Este croto poeta tenía una cierta debilidad por la enseñanza, la educación; dejaba escritos que detrás de su incoherencia tienen un cierto fondo de crítica social. Su nombre se ignora con certeza, cambiaba de apelativo según quién se lo preguntaba. A fines de los 90 también murió, la intemperie dejó su marca en sus huesos. Dicen que jamás se emborrachaba, que era un ex empleado de correos, que era de buena familia. Tampoco nadie fue al entierro y se ignora el punto exacto de su tumba. Marginalidades de la muerte.

Los otros.
Los “linyera”. Esta palabreja tiene su raíz en “lingiera”, ropa interior. Los lingiera eran, a principios de siglo, inmigrantes italianos que trabajaban a lo que cayese, y a veces no tenían más remedio que vivir bajo los puentes porteños y comer lo que podían. La imagen fantástica del “crisol de razas” hace aguas precisamente allí: no eran locos, sino marginados por el sistema. La vida al aire libre, lejos de ser saludable para estos expulsados, causaba su muerte por pulmonía o por desnutrición.
Los crotos eran linyeras con otro nombre, según la leyenda eran trabajadores que iban en los trenes “de arriba” y que, para poder dejarlos transitar hacia el lugar de trabajo, se les asignaba a los vagones en una cierta cuota. Los que bajaban, insultaban al inspector. Los que seguían, viajaban “por Crotto”, gobernador de Buenos Aires que dispuso la medida selectiva. Atorrantes eran, según otra leyenda, moradores de los caños fabricados por un tal “A. Torrant” (que verdaderamente existió) pero la versión cae cuando vemos que en España también hay “atorrantes”. ¿Un americanismo? La versión –atorrante, en que tiene que ir a vivir a los caños- está hoy por hoy arraigada en la etimología popular.
Cada barrio tiene sus propios personajes, sus marginales.
En Sunchales, el poeta Aragón. O Pataqueno, (de memoria hoy irrecuperable) que generó el terrible insulto “hijo de Pataqueno y de la Bella Dorita” (una vedette anterior a Rita la Salvaje). En Refinería, el Loco Basualdo, que “hablaba” con Don Bosco en la calle Gorritti, según una foto de un historiador del barrio. Alberdi en los 70 tenía a Carlitos, un linyera del que se decía que era médico. Una vez asustó a mi abuela devolviéndole una pistola de juguete que yo había olvidado en la vereda.
Algunos aparecen periódicamente, para luego desaparecer. El Loco de la Ametralladora en el Cruce Alberdi, porta una automática hecha de palos de paraíso atadas (sic) con hilos; se lo suele ver en maniobras de combate. Se cree que es veterano de Malvinas: su edad es indefinible. El Loco de la Radio pulula en la Peatonal Córdoba, ataviado de saco y corbata, con un sombrerete de colores, simula escuchar radio o tal vez la escucha de verdad, de todas maneras no tiene pilas. Desde allí apologiza o critica a Menem, Duhalde o Alfonsín, en ráfagas de locura y coherencia, Dios dirá a cuál período corresponde la alabanza o la denostación.

La locura: el infierno tan temido.

Todos estos personajes marginados simbolizan la locura. Temidos cuando vivos, ahora son poetas cuando en realidad fueron expulsados. Curioso: estos locos tienen títulos, son doctores, poetas, empleados formales, maestros, ingenieros. Alguno era boxeador o cantor de tangos. Todos cayeron por propio destino, según la leyenda. La familia se avergonzaba de sus vidas, por eso no los rescataba; o ellos mismos, lavados y peinados, se iban “dejando la ventana abierta”. Muchas de estas historias repiten esos clichés. Es que la simbolización es necesaria para poder borronear el desamparo, la idea incomprensible y horrorosa de la locura, la desaparición de la individualidad burguesa.
El arte oficial es pródigo en operatorias de lavar y legitimar estas marginaciones. Una de las funciones del arte fue siempre desactivar, mediante la interpretación, las realidades más duras. El arte oficial se especializa en estas desactivaciones: no es casual que todas las formas de Cultura Oficial posea (sic), más tarde o más temprano, cierto discurso acerca de estos personajes, elevados ya al rango de leyenda folk.
Pero es interesante el recuerdo de la gente acerca de ellos. Ya muertos, son rememorados con cierta nostalgia, a pesar del baldazo para alejarlos cuando vivos. Es que estos personajes, al morir se llevan parte de la juventud del que recuerda. Ningún niño tiene memorias de estos seres humanos, generalmente se les teme. Al morir son inofensivos y como eran del ámbito público, son parte del paisaje desaparecido junto con la juventud. Los historiadores barriales y los memoriosos de edad avanzada recuerda sólo lo que ellos mismos han vivido, y estos personajes forman parte de sus vidas, lo quieran o no. entonces el miedo o el asco se convierte en el regusto del tiempo pasado, irrecuperable.

Conclusión.
No intentamos hacer aquí apología de la marginación, todo lo contrario.
La marginación de los locos, los niños y los ancianos es casi una norma de las sociedades actuales. La desnutrición llega a la villa o al geriátrico; de más está decir que también en la calle. El desprecio surge natural, cuando no la edad samaritana del que desea la conciencia limpia, o el arte sacralizador que desvía por los caminos de la poesía lo que debió ser humanidad. Sacerdotes bien intencionados hacen llagas que no denuncian cuando se producen.
Esto es resultado de cierta normativa que excluye, desde los ideales de la primera infancia, la diferencia cuando no está regulada; y para pertenecer a un grupo social se debe seguir determinadas reglamentaciones. Una, es no estar loco. Son también el peligro de contagio: por algo son doctores, maestros: nadie está exento de la locura, del desmadre o del desorden. Así se termina si no se siguen las reglas. Dicho en otras palabras: “Las ventanas no se dejan abiertas”.
La mano tendida al linyera corre el riesgo de ensuciarse, de contaminarse de inmoralidad, y es bien sabido que moralidad y limpieza, en el discurso oficial son sinónimos. Nadie da nada por el sucio, el loco, el errabundo, el extraviado.
La solidaridad queda ausente.
Se ha ido con los locos muertos.


Investigación: arq. Gustavo Fernetti.
Docente de la Escuela Superior de Museología de Rosario.
(Incluye fotografías: Diego González Halama.)
El Vecino nº 164, enero 2003, p.24-25



(las dos fotos de Cachilo que contiene el artículo -tomadas del nº 6 de Risario-, con este epígrafe debajo: LA PRESENCIA DE CACHILO ESPANTABA A LOS COMERCIANTES, YA QUE ALEJABA A LA CLIENTELA. CASI TODOS LOS MARGINADOS DE ESTE TIPO VAN "EQUIPADOS" PARA SOBREVIVIR CON UTENSILIOS QUE CUIDAN POR AÑOS. TAL VEZ CACHILO USÓ LA MISMA LATA HASTA MORIR)


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